Domingo. Me despierto, después de otra mala noche. Teta para Iván. Preparo el desayuno, primeros
llantos de los niños. Teta para Iván. Hago las camas, preparo la comida. Teta para Iván. Limpio el
suelo, friego los platos. Teta para Iván y por fin se duerme. Continúo con los tediosos quehaceres
domésticos y entre una colada y otra pienso en el Renacimiento, en el S.XVI, en el cambio de
paradigma y en cuánto me gustaría hacer algún día mi tesis doctoral sobre ello.
Última hora. Filosofía. 1º de bachillerato. Les entrego las notas finales. Están contentos porque
todos aprueban, salvo Ivett. Recuerdo tener 17 años y sentir ese desconsuelo cuando suspendía una
asignatura y peligraba mi promoción al siguiente curso, aunque con el tiempo descubrí que mi
mayor temor no era repetir curso, sino no cumplir con las metas propuestas, las metas impuestas, y
todavía hoy ello sigue afectándome profundamente.
Mientras intentaba consolar a Ivett, de repente he pensado cuánto me gustaría tener de nuevo 17
años y que mis problemas fueran los de entonces, cuando creía que el sufrimiento y la
incomprensión que sentía acabarían conmigo . Y cuán equivocada estaba...
Hemos terminado el temario. No hay más exámenes. Les dejo el ordenador para que pongan
música. Están cantando, son felices, y me transmiten tanta nostalgia que hasta hace daño. De
pronto, empiezo a recordar mis años de instituto, cómo era, cómo me vestía, cómo me sentía, cómo
me relacionaba o no me relacionaba con los demás. Ya no me siento en el pupitre, ya no temo tener
que salir a la pizarra, ni suspender un examen. Pero el miedo que siento ahora ante la vida es casi
insoportable, como si toda la eternidad no fuera suficiente para sanar esta herida que aún sigue
abierta.
Patricia Terino Aguilar
Ninguna herida gana a la eternidad, ánimo y debemoa convivir con nuestras cargas para disfrutar del regalo de la vida...
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